«Yo te pregunto: ¿Qué hay de más sagrado que este misterio? ¿Qué más deleitoso que este deleite? ¿Qué manjares, qué mieles puede haber más dulces que conocer la providencia de Dios, penetrar sus secretos, examinar el pensamiento del Creador y ser enseñados en las palabras de tu Señor, objeto que son de burla por parte de los sabios de este mundo, pero que están henchidas de sabiduría espiritual? Allá se tengan otros sus riquezas, beban en copas engastadas de perlas, brillen con la seda, gocen del aura popular y, a fuerza de variedad de placeres, no sean capaces de vencer su opulencia. Nuestras delicias sean meditar en la ley del Señor día y noche, llamar a la puerta que no se abre, recibir los panes de la Trinidad, y, pues va delante el Señor, pisar las olas de este siglo»
La lectio divina era el paraíso del monje, el lugar de sus deleites espirituales. Ella le consolaba en sus pruebas, le purificaba de sus pasiones, le mantenía fervoroso en el servicio divino; pero también le procuraba las lágrimas de la compunción, la voz de su oración y el alimento de su contemplación. Notemos este último punto. El monacato primitivo, en particular el monacato docto, no concibe una contemplación de Dios que no brote de la Escritura leída, meditada, profundizada y asimilada por el monje…
de «El monacato primitivo» de García Colombás.
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