
«… En una palabra: en cualquier situación en que nos pongan las circunstancias de la vida, esta plegaria nos será siempre útil y necesaria. Porque quien desea que Dios le ayude siempre y le socorra en todos los trances, revela bien a las claras que le es menester este auxilio. Y no únicamente cuando le acaricia la suerte y todo le sonríe, sino también cuando la prueba y la tristeza cunden en su alma; puesto que de Dios depende tanto el librarnos de la adversidad como el hacernos vivir en la alegría. Además, debemos abundar en la idea de que la debilidad del hombre no puede, sin la ayuda de Dios, mantenerse a tono ni frente a los bienes ni frente a los males de la existencia.
Supongamos que me siento combatido por la tentación de la gula. Mi espíritu apetece en el desierto las viandas que el yermo no produce. En las más hondas soledades percibo el olor de los manjares que se sirven en la mesa de los príncipes. ¿Qué mejor entonces que decir: “Dios mío, ven en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme?” Tengo la tentación de anticipar la hora de la comida, y siento mi corazón taladrado de dolor por la violencia que me es preciso hacerme para guardar la medida fijada por la sobriedad prudencial. ¿Qué puedo hacer en esta tribulación sino exclamar con lágrimas y gemidos: “Dios mío, ven en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme?”
Las rebeldías de la carne me obligarán alguna vez a observar ayunos más rígidos y a una abstinencia más dura que de costumbre; pero no me siento con fuerzas para ello debido a la debilidad de mi estómago. Con el fin de permanecer firme en mi primera resolución o para obtener, al menos, que los ardores de la carne se extingan sin el remedio violento de una abstinencia tan ruda, suplicaré con fervor: “¡Dios mío, ven en mi ayuda; apresúrate, Señor, a socorrerme!”…
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