A propósito de la gracia y el esfuerzo

De un Angelus de 2012

Queridos hermanos y hermanas:

La liturgia de hoy nos propone dos breves parábolas de Jesús: la de la semilla que crece por sí misma y la del grano de mostaza (cf. Mc 4, 26-34). A través de imágenes tomadas del mundo de la agricultura, el Señor presenta el misterio de la Palabra y del reino de Dios, e indica las razones de nuestra esperanza y de nuestro compromiso.

En la primera parábola la atención se centra en el dinamismo de la siembra: la semilla que se echa en la tierra, tanto si el agricultor duerme como si está despierto, brota y crece por sí misma. El hombre siembra con la confianza de que su trabajo no será infructuoso. Lo que sostiene al agricultor en su trabajo diario es precisamente la confianza en la fuerza de la semilla y en la bondad de la tierra. Esta parábola se refiere al misterio de la creación y de la redención, de la obra fecunda de Dios en la historia. Él es el Señor del Reino; el hombre es su humilde colaborador, que contempla y se alegra de la acción creadora divina y espera pacientemente sus frutos.

La cosecha final nos hace pensar en la intervención conclusiva de Dios al final de los tiempos, cuando él realizará plenamente su reino. Ahora es el tiempo de la siembra, y el Señor asegura su crecimiento. Todo cristiano, por tanto, sabe bien que debe hacer todo lo que esté a su alcance, pero que el resultado final depende de Dios: esta convicción lo sostiene en el trabajo diario, especialmente en las situaciones difíciles. A este propósito escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cf. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).

La segunda parábola utiliza también la imagen de la siembra. Aquí, sin embargo, se trata de una semilla específica, el grano de mostaza, considerada la más pequeña de todas las semillas. Pero, a pesar de su pequeñez, está llena de vida, y al partirse nace un brote capaz de romper el terreno, de salir a la luz del sol y de crecer hasta llegar a ser «más alta que las demás hortalizas» (cf. Mc 4, 32): la debilidad es la fuerza de la semilla, el partirse es su potencia. Así es el reino de Dios: una realidad humanamente pequeña, compuesta por los pobres de corazón, por los que no confían sólo en su propia fuerza, sino en la del amor de Dios, por quienes no son importantes a los ojos del mundo; y, sin embargo, precisamente a través de ellos irrumpe la fuerza de Cristo y transforma aquello que es aparentemente insignificante.

La imagen de la semilla es particularmente querida por Jesús, ya que expresa bien el misterio del reino de Dios. En las dos parábolas de hoy ese misterio representa un «crecimiento» y un «contraste»: el crecimiento que se realiza gracias al dinamismo presente en la semilla misma y el contraste que existe entre la pequeñez de la semilla y la grandeza de lo que produce.

El mensaje es claro: el reino de Dios, aunque requiere nuestra colaboración, es ante todo don del Señor, gracia que precede al hombre y a sus obras. Nuestra pequeña fuerza, aparentemente impotente ante los problemas del mundo, si se suma a la de Dios no teme obstáculos, porque la victoria del Señor es segura. Es el milagro del amor de Dios, que hace germinar y crecer todas las semillas de bien diseminadas en la tierra. Y la experiencia de este milagro de amor nos hace ser optimistas, a pesar de las dificultades, los sufrimientos y el mal con que nos encontramos. La semilla brota y crece, porque la hace crecer el amor de Dios. Que la Virgen María, que acogió como «tierra buena» la semilla de la Palabra divina, fortalezca en nosotros esta fe y esta esperanza.

Extraído de: Angelus del 17 de junio del 2012

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Acerca de Fraternidad del Santo Nombre

"…Porque en realidad, Él no está lejos de cada uno de nosotros. En efecto, en Él vivimos, nos movemos y existimos..." (Hechos de los Apóstoles 17, 27-28) La espiritualidad que difundimos puede encuadrarse en la línea del hesicasmo católico. Consideramos a La oración de Jesús como un camino espiritual integral que nos lleva a vivir en la presencia de Dios y nos prepara a la contemplación silente del misterio de Cristo en el corazón. Nuestras referencias principales son los Santos Evangelios; la Filocalía, especialmente Nicéforo el Monje, Gregorio Sinaíta y Calixto e Ignacio; los relatos de un peregrino ruso, las cartas de la oración de Jesús de Esteban de Emaús y el libro "La práctica de la presencia de Dios" del hermano Lorenzo. Mi nombre es Mario Héctor Rovetto, vivo en Córdoba, Argentina. En 2009 inicié el "Hesiquía blog" que hoy permanece como blog subsidiario de elsantonombre.org - Llevamos adelante varias páginas como "Fraternidad monástica virtual", "Vidas místicas" y otras. Nuestras actividades principales son brindar el curso de Filocalía, el curso de Fenomenología de Psiqué y la escritura de posts que luego agrupamos en formato libro para su publicación. Ejemplos de ello son "Desde la ermita" o "Dios habla en la soledad" que se hallan en el blog elsantonombre.org o en Amazon. En el primer semestre de 2012 intentamos formar una pequeña comunidad monástica laica llamada "Fraternidad del Santo Nombre" que duró unos pocos meses en la localidad de Unquillo, Pcia. de Córdoba. Un proyecto similar aún alienta en nuestro corazón y esperamos reiniciarlo pronto. Aquí la página de entonces con esbozos de la regla de vida: http://elsantonombre.blogspot.com/ Un abrazo fraterno para todos, invocando el Santo Nombre de Jesús.

2 comentarios en “A propósito de la gracia y el esfuerzo

  1. Un poco largo, pero vale la pena.
    Un saludo en el Nombre de Jesús

    Gracia y libertad

    Al considerar el binomio gracia-libertad existe siempre el peligro de concebir la vida cristiana como la resultante de dos fuerzas distintas, la gracia divina y la libertad humana: cuando al impulso de la gracia se añade la energía de la voluntad libre del hombre, es cuando nace la obra buena, meritoria de vida eterna. Pero no es ésta la verdad, pues en realidad es la fuerza de Dios la que causa siempre toda la fuerza del hombre para el bien. Dios, que da continuamente a todas las criaturas el ser y el obrar, da al hombre no sólo el ser libre y el querer algo bueno, sino también el poder hacerlo y el acto en que lo realiza. En efecto, «es Dios el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito» (Flp 2,13). Es decir, el hombre se mueve a la obra buena cuando asiente a Dios que le mueve a ella. Pero «el que seamos obedientes y humildes [a la gracia] es don de la gracia misma», como declaró el II concilio de Orange contra los semipelagianos (a.529: Dz 377). Y por eso hemos de decir que «cuantas veces obramos bien, Dios obra en nosotros y con nosotros para que obremos» (a.529: Dz 379). Algunas explicaciones teológicas nos podrán ayudar un tanto a penetrar este misterio.

    1. Dios causa todo el bien del hombre. El es la causa universal que mueve a todas las criaturas. «Dios es propiamente en todas las cosas la causa del ser mismo en cuanto tal, que es en ellas lo más íntimo de todo; y por tanto Dios obra en lo más íntimo de todas las cosas» (STh I,105,5). San Ignacio dice esto mismo cuando contempla a Dios en las criaturas, «en los elementos dando el ser, en las plantas vegetando, en los animales sintiendo, en los hombres dando entendimiento» (Ejercicios 235)…

    2. La gracia de Dios es eficaz por sí misma, es decir, intrínsecamente, de tal modo que su eficacia no viene causada extrínsecamente por el acto de la voluntad humana que consiente a ella. En este sentido decía Billuart: «Que la gracia es eficaz por sí misma e intrínsecamente, con independencia del consentimiento de la criatura y de una ciencia media, lo propugnamos como un dogma teológico, conexo con los principios de la fe y próximamente definible. Y así lo sostienen con nosotros todas las escuelas, a excepción de la molinista» (De Deo, diss. VIII, a.5). En efecto, sabe la Iglesia -como ya vimos en II Orange- que obedecer a la gracia «es don de la gracia misma».

    3. El hombre causa realmente sus obras. Por eso «si alguno dijere que el libre albedrío del hombre, movido y excitado por Dios, no coopera en nada asintiendo a Dios que le excita y llama para que se disponga para obtener la gracia de la justificación [o para hacer una buena obra], y que no puede disentir, si quiere, sino que, como un ser inánime, nada absolutamente hace y se comporta de modo meramente pasivo, sea anatema» (Trento 1547: Dz 1554). El hombre, bajo la acción de la gracia, es causa libre de su propia obra. El hecho de que no sea causa primera de lo que obra no significa que no obre, es decir, que no sea causa. Efectivamente, los hombres somos causas reales de cuanto obramos, pero siempre causas segundas (I,105,5 ad 1-2m).

    4. La acción humana es libre. Cuando Dios da al hombre la libertad y la energía para ejercitarla bien, no está destruyendo en el hombre la libertad, sino que la está produciendo. «El libre albedrío es causa de su propio movimiento, pues el hombre se mueve a sí mismo a obrar por su libre albedrío. Ahora bien, la libertad no requiere necesariamente que el sujeto libre sea la primera causa de sí mismo; como tampoco se requiere, para que una cosa sea causa de otra, el que sea su primera causa. Dios es la causa primera que mueve, tanto a las causas naturales como a las voluntarias. Y de igual manera que al mover a las causas naturales no impide que sus actos sean naturales, así al mover a las voluntarias tampoco impide que sus acciones sean voluntarias [esto es, libres], sino más bien hace que lo sean, puesto que obra en cada cosa según su propio modo de ser» (I,83,1 ad 3m).

    5. No hay, pues, contraposición alguna entre gracia y libertad. Más bien hay que decir con San Agustín que «la voluntad será tanto más libre cuanto más sana, y tanto más sana cuanto más sujeta a la misericordia y a la gracia de Dios» (ML 33,676). En el culmen de la perfección, «el hombre es libérrimo cuando únicamente Dios domina en él» (32,1320). Por eso sólo la Virgen María, por ser la Llena de gracia, es perfectamente libre. Y así, como ella, hemos de ser nosotros «libres del pecado y esclavos de Dios» (Rm 6,22).

    6. El hombre es causa única del mal moral. Como dice Trento, puede no asentir a la gracia, «puede disentir, si quiere» (Dz 1554). Así pues, toda eficiencia de bien la causa el hombre con Dios, pero toda deficiencia de mal es causada sólo por la voluntad culpable del hombre, sin Dios. Todo el bien que hacemos lo realizamos los hombres bajo la moción de Dios, y lo único que podemos hacer solos, sin la asistencia divina, es el mal, es decir, el pecado. Y esta resistencia a la acción divina, por supuesto, sólo podemos hacerla en la medida en que Dios lo permite para conseguir bienes mayores. Por otra parte, mientras que en las criaturas irracionales el defecto de naturaleza ocurre las menos veces, en la especie humana el mal de culpa es lo más frecuente, ya que son más los que siguen las inclinaciones sensitivas que los que se guían por la razón (STh I,49, 3 ad 5m; 63,9 ad 1m; I-II, 71,2 ad 3m).

    Vivir según la gracia de Cristo

    Bajo la iniciativa continua del Señor, la vida cristiana es siempre vida de gracia, de gracia recibida y secundada por la libertad del hombre. Jamás habremos de realizar ningún bien en orden a la vida eterna sin que el Señor nos mueva interiormente a ello por su gracia. Jesucristo, nuestra Cabeza, está «lleno de gracia y de verdad», y nosotros, sus miembros, «recibimos todos de su plenitud gracia sobre gracia» (Jn 1,14.16). El Señor tiene su plan sobre nosotros, y lo va desarrollando en nosotros y con nosotros día a día, en una comunicación continua de su amor misericordioso. El nos ilumina, nos mueve, nos llama, nos trae, nos impulsa, nos guarda, nos concede, nos muestra, nos levanta, nos concede dar y hablar, o retener y guardar silencio…

    Como dice el concilio II de Orange, «muchos bienes hace Dios en el hombre que no hace el hombre» -son las gracias operantes-, y «en cambio, ningún bien hace el hombre que no conceda Dios que lo haga el hombre» -son las gracias cooperantes- (Dz 390).

    ¿Y nosotros, qué hemos de hacer en la vida cristiana? Secundar con nuestros actos el influjo continuo de ese amor benéfico de nuestro Señor; cooperar con la gracia divina, de modo que nuestra libertad consienta siempre al impulso íntimo de su moción; dejar que ella nos lleve a donde no sabemos por donde no sabemos; abandonarnos incondicionalmente a los planes de Dios sobre nosotros, y hacerlo con toda docilidad y confianza, sin miedo alguno, sin otro miedo que el de fallar por el pecado a la acción divina en nosotros.

    • Qué bueno, ver cómo la gracia actúa en mí pero no sin mi y que solo abandonándome a la gracia puedo vivir en gracia. Creo que toda esta vida no basta para entender bien esto. Es necesaria la otra vida, la eterna.

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